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Otelo

  • Foto del escritor: Conferencias y textos
    Conferencias y textos
  • 14 abr 2019
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 22 feb

Un veloz comentario sobre la Verneinung

Hugo Monteverde

Barcelona 2002

Tomemos a Otelo de Shakespeare sin la pretensión de emular el trayecto de Lacan cuando recorre Hamlet.

A punto de comenzar, el proyecto amenaza con desbordarse. ¿En cuál de las grandes tragedias de Shakespeare no se habla de lo mismo? Pero controlémonos, que de eso se trata casi siempre. El propósito es decir algo sobre Otelo y, en especial, sobre Otelo en su patos patético.

Como es de rigor, comencemos por Hamlet. Del danés conocemos a la perfección la historia de sus progenitores, con la demasiada perfección de la que sólo es capaz la letra. De su novia apenas nada, si no es en el aprés-coup de su suicidio. Es verdad que tiene un padre tontorrón, que Hamlet la ama, que ella es la historia que no cesa de no escribirse.

Podría haber sido ¡Oh príncipe marchito de los libros! Hamlet la rechaza, finge despreciarla, le sugiere que ingrese en una nunnery, que en el inglés de entonces alude a “convento” y a “lupanar”:

Nunca fue tan tosca la ambigüedad, pero es que no se trata de Ofelia, se trata de la Reina.

La mujer es para Hamlet la madre, del mismo modo que el padre es un espectro y él un obsesivo.

Recordemos aquella escena en que el hijo y la madre están a solas. Lo están de la manera lacaniana:

Detrás de la cortina está Polonio, un Otelo que da pena.

Hamlet insiste sobre el padre simbólico, aunque, como nos pasa a todos, no encuentra mejor manera de hacerle reconocer su opinión a la madre que poniéndole ante los ojos el medallón con la efigie del padre imaginario. Loa su belleza, su fuerza, su categoría colosal, como nunca lo hubiera hecho de la mismísima Ofelia. La Reina, como era de esperar, no entiende nada –habría que prestar más atención a esto ¿y si el espectro es una alucinación?

¿Qué quiere ese hijo que la quiere? Que la quiere no cabe duda, véase sino su estremecedora despedida en uno de los tantos finales que la obra nos propone.

¿Quiere Otelo a Desdémona? Sin duda, está más que caliente por ella. Pero la mata. De la conyugalidad de Otelo lo sabemos todo; de sus padres, en cambio, nada. En este plano es la inversa de Hamlet. Pero hay más, a Hamlet le fascinan las dudas, a Otelo las certezas. El moro tiene a su lado, en lugar de un padre fantasma, a un cortesano ambicioso. No es una voz superyoica que vaga por los torreones del castillo de Elsinor, sino que siempre está en el lugar indicado y en el momento justo, como Maquiavelo recomendaba a su príncipe.

Dice que su señor es un monstruo de lujuria; la diferencia de edad con su Desdémona habla también de una acotada pederastia. ¿Se refiere a eso Yago? No creo que le importase demasiado, pues sabe de la sexualidad la única cosa que merece saberse:

Si falta el Otro, habrá muerte. O, en términos de Lacan, la relación sexual no existe.

Una energía incontenible desparrama por los fornidos músculos y la sospechosa piel del Moro la sangre que él mismo acabará por echar fuera de sí. Es un guerrero aplicado... Hasta le resulta difícil serlo, hasta que se encuentra con la pulsión. Todo es opuesto a lo que pasa con Hamlet, aterrado por la pulsión, pernoctando en el deseo imposible.

Si abandonó a su padre por irse contigo ¿por qué no habría de abandonarte también a ti? En el polo opuesto de esta inteligentísima insidia está el bramido de viejo chocho y presumido:

¡Hamlet, venganza!

Ahora bien ¿qué pasa con el triunfo? Esta pregunta efectivamente alude a la cura.

Hamlet y Otelo mueren. El primero, por error, el segundo, por una precisa estocada que se propina en el vientre. Vaya uno a saber si lo que tanto le gustó al deseo de Freud de la obra de Shakespeare no fue ese lapsus radical del príncipe.

Las órdenes del rey Hamlet se han cumplido. Pero ¿qué designios dan cuenta del final de Otelo? A su modo, ambos son triunfadores en la mascarada, tal como la entiende Lacan, que, a decir verdad, no es mucho entender. Pura, tierna, fuente de amor y de vida será para siempre la estrangulada Desdémona y también la adulterina Gertrudis.

¡Qué cosa, con qué facilidad asombrosa se salvan las mujeres ¡con qué fragilidad asombrosa!

Se aventura la hipótesis de que la guerra es mala cosa.

Otelo se salva de la psicosis mientras el dios de la guerra lo protege, lo mima, lo señala. ¡Es el campeón negro! Hamlet le tiene mucho miedo a la guerra, a la lucha entre hombres apuestos, titánicos, bellos como su padre. Apuesta por un dios más seguro. Más cristiano, quizá, al fin y al cabo Otelo es de tierra de infieles.

Imbécil, le dice más o menos Emilia cuando ya se descubrió el pastel, ese pañuelito que te condenó a hacer la barbaridad que hiciste, era mío. De acuerdo. Sin embargo, el significante “pañuelito” es de Yago, hombre sin superyó ilustre.

Yago o la perversión de Dios –bonito título.

Si Hamlet se hubiera dado cuenta a la legua, hubiera embarcado a Yago en una expedición marítima y dado las oportunas órdenes a la tripulación para que se deshicieran de él. En cambio, los “monstruos de lujuria” son presa de los perversos. Que se lo digan sino a todos los pobres infelices que pagan fortunas por creerse lo poco complicada que es la pobreza:

Pornómanos, ludópatas, infatuados, teleadictos...

Pero bueno, como decía aquel entrañable camarero de una película de Billy Wilder:

“Esa es otra historia”.

 
 
 

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